Dormía
todas las horas que pudiera y más. Cogía el autobús para desplazarse, o si no
podía llamaba a un taxi. Y, por supuesto, se negaba a hacer ejercicio.
Se excusaba
en que no disponía de tiempo para ello, cuando en realidad, simplemente, era
que le daba pereza. Con el tiempo empezaron a dolerle las articulaciones y la
excusa para no moverse empezó a ser el dolor que sentía.
Cada vez le
costaba más caminar, así que decidió comunicárselo al médico. Este le dijo que,
o empezaba a quitarse el peor de sus malos hábitos, o llegaría un día que no
podría mover ni un músculo.
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